Por un bigote
Siempre fui muy tímido. Tanto, que evitaba mirarme a menudo en el espejo para no cruzar la mirada conmigo mismo. Ese defecto me causaba gran dolor y desconcierto. Un día sucedió algo que cambió mi vida y me quitó la timidez de un golpe. Ese día me desperté, como siempre, al compás de doña costumbre y de don deber; comencé a reordenar las piezas del rompecabezas de mi vida, pues la noche anterior había bailado con el Diablo, y el resultado de unas copas extras me latía en la cabeza. Pero era lunes, un día odioso; no tuve más remedio que levantarme he irme a trabajar.
Casi dormido, me dirigí hacia la cocina, calenté un poco de agua sucia con sabor a café, encendí la radio y luego, al mirarme sin ganas en el espejo del baño, decidí que mi bigote ya me pesaba, y tenía que desaparecer.
Trabajaba en aquel entonces con una compañía que suministraba servicios de entrega de comidas y mercancía a las industrias del área. Consistía mi trabajo en conducir una camioneta mini van surtida de golosinas con las cuales llenaba las máquinas vendedoras. En uno de los edificios del barrio, trabajaba de recepcionista una chica rubia de esas tipo cien por cinco -cien libras de peso y cinco pies de estatura- , de ojos verdeados, muy guapa, que cada vez que me sonreía yo sentía que me subía al cielo. Me enamoré como un tonto de ella, pero nunca encontraba la manera de acercármele y expresarle mi admiración. Pero ese día estaba decidido de una vez por todas a declararle mi amor, así que mientras me acariciaba debajo de la nariz, donde cinco minutos antes estaba el bigote, me dije que me veía más joven y atractivo, que basta ya de timidez y que hoy era el día definitivo de la conquista. Me pase la loción de afeitar, le, imploré a Dios que me ayudara y me marché como Don Quijote en busca de su Dulcinea. Faltaban quince para las tres para terminar mi labor diaria, y me la pasé en el baño. Ensayaba una y otra vez mi declaración de amor, cuando al fin, me armé de un poco de valor. Una vez decidido me dirigí hacia el edificio donde trabajaba Brigette, pues supe su nombre cuando una vez, al pasar por su lado, pude leerlo en el carnet de identidad que llevaba prendido en su pecho.
Entré al edificio como quien no quiere la cosa, y tuve una gran decepción cuando en lugar de Brigette, encontré a una señora regordeta. Al acercarme me hice el desinteresado e interesado a la vez y pregunté, por mi Dulcinea. La señora me contestó de un modo automático, me miró de una manera interrogativa, con un aire en su mirada que me decía quién rayos eres tú y por qué la buscas, y luego, mientras agarraba el teléfono que no cesaba de sonar, me dijo que Brigette estaba libre hoy, y que no vendría a trabajar hasta el miércoles.
Salí del edificio con el corazón a sesenta millas por hora y desilusionado. Afuera hacía un calor perruno y mi chatarra de auto no tenía aire acondicionado, así que , aturdido y agobiado, estacioné mi carro frente al bar de Joe; pedí una cerveza bien fría, luego otra y después otra hasta que quedé algo mareado. Al cabo de una hora, salí y me dirigí hacia el parque principal de la ciudad. Allí me mecía en los columpios, ensimismado, como un niño huérfano con los ojos cerrados. Soñaba despierto con el venusino cuerpo y los ojos verdes de mar de Brigette, cuando de pronto ante mí se detienen tres patrullas policiales: ―¡Alto ahí. No se mueva y ponga las manos sobre la cabeza! ― gritaron al unísono. A mí me temblaron las rodillas y todas las coyunturas, pero obedecí sin vacilar. Comenzaron a esposarme mientras me preguntaban por qué estaba tan nervioso, y yo les dije, por qué carajo ustedes creen que lo estoy, si acaban de darme un gran susto; pero ellos no me hacían caso, y tan sólo se limitaban a escrutarme. ―A ver que traigan a la chica ―dijo el más feo de ellos. Me quedé petrificado. Un frío álgido me atravesó el corazón cuando la vi; era Brigette , la chica italo-irlandesa, la barbi de mis sueños, la que me hacía patinar el coco. Se veía diferente, como si un huracán le hubiese pasado por encima.
―¿Es este el hombre que te asaltó? ―le preguntó uno de los gorilas.
Por un momento todo se quedó en suspenso, como cuando pasan una cámara lenta por televisión y el tiempo se detiene. El policía, tratando de calmarla, le dijo:
─Sabemos que el miedo la confunde jovencita, pero díganos, ¿es ese el hombre que la asaltó anoche?
Ella asomó la cabecita rubia por la ventana, abrió sus grandes ojos al máximo, me miró por un rato, como si yo fuera un bicho raro y le dijo a los guardias:
—No, ese no es; el otro tenía bigote y era más prieto.
Pobrecilla. Pero es natural; de noche todos los gatos son pardos y yo, que soy negro, mucho más. Menos mal que me afeité el bigote.
Comentarios
Publicar un comentario