Delusión en Noche Buena
Esa mañana, víspera de Navidad, la viuda Antsiers notó al levantarse que una fila de hormiguitas chiquitinas, de andar muy rápido, se colaban por una hendidura en el marco de una ventana de su mansión victoriana.
―Lo que me faltaba, hormigas. ¿Cómo es posible, si limpio a diario? ― refunfuñó entre dientes―.Tendré que ir por insecticida, maldita sea. Yo que boté la servidumbre por considerarla deficiente.
Se calzó unas zapatillas de piel de serpiente, y bajo un sombrero de franela se marchó para el supermercado en un Jaguar negro.
Al llegar al centro comercial, una multitud de personas que andaban de aquí para allá y de tienda en tienda en busca del regalo perfecto, le parecieron hormigas revueltas. Un coro de niños cantaba Noche de Paz y un Santa Claus tocaba una campanita de oro. Todo era alegría y júbilo, pero eso no tuvo el menor efecto en ella: lo único que le importaba era exterminar los insectos rastreros que invadían su casa, y sobre la gente, le importaba un pepinillo que fuera Navidad o no.
―¡Bah, son todos unos mediocres! Lo mejor es mantenerse alejada de ellos ― musitó mientras buscaba el mortal veneno.
Al llegar a la casa, la fila de insectos había crecido. Con una sola rociada las exterminó a todas. Pensó que las había eliminado, pero varias horas después parecieron y en cantidad triplicada. Otra vez las roció, pero esta vez no lograba matarlas; se habían vuelto inmunes al veneno.
―Las odio, las maldigo, las conjuro y las detesto ―dijo, malhumorada.
Curiosa por saber cómo ahuyentar ese insecto que le fastidiaba tanto, navegó en el Internet y buscó todo lo relacionado a las hormigas. Encontró que es un pequeño insecto himenóptero de los trópicos y zonas templadas que corresponde a unas tres mil quinientas especies de la familia formícidos. Todas son sociables; viven en colonias, que pueden estar compuestas por unos pocos individuos. Además, carecían del concepto de individuo, característica que no le fue de su agrado.
Abrumada por tantos datos sobre el insecto molestoso que la invadía, verificó que las ventanas estuvieran bien selladas y que no hubiera migajas de alimento esparcidas por el piso. Buscó en la cocina clavos de olor o perejil, pues según lo que había leído, eso las podría ahuyentar por algún tiempo; regó unas cuantas hojitas por las esquinas y luego con una bayeta mojada, las aplastaba una por una. Pero entre más eliminaba más aparecían, como si salieran de la nada y atravesaran las paredes. Intentó buscar de dónde provenían, pero no encontró su nido.
“Debe de ser por el calor o que va a llover, ¡maldita sea!, ¿qué relación lógica puede haber entre una sabandija y una mujer sola?”, pensaba y repetía para sus adentros, mientras mojaba una vez más la bayeta y proseguía con su trabajo de manera meticulosa.
Nerviosa, buscaba en el botiquín el medicamento, pero se le había terminado. Tomó el celular, y al llamar al doctor para que le hiciera otra receta, le contesta una máquina contestadoRa: “el doctor está de vacaciones…”
Arrojó el frasco al piso. Otro trago de whisky.
A las tres de la madrugada las había aniquilado a todas en el cuarto de estudio, en la sala, el dormitorio y en la cocina. “El lunes, temprano en la mañana llamaré al exterminador”, pensaba. Cansada, se fue a dormir; pero antes se tomó otro trago. Se puso la pijama, frotó su cara con una crema facial hecha a base de aceite de ballena y luego se acostó. No habían pasado cinco minutos, cuando sintió la cabeza hinchada, la piel le picaba y un fuerte zumbido le retumbaba en los oídos. Encendió la luz, y horrorizada vio que de la nariz, ojos y oídos salían hormigas de todas clases, que al moverse como un remolino en la cama, se deslizaban por las paredes y el techo. Salían a borbotones del cerebro, por todas partes. Su cabeza era una olla de hormigas. Comenzó a patalear y a dar manotazos a diestra y siniestra, pero las pequeñas invasoras trepaban por su cuerpo. Eran millones y millones, rojas y negras, y de todos los tamaños. De pronto sintió un fuerte dolor en el pecho y cayó de bruces al piso, con los ojos desorbitados y todo el cuerpo cubierto de hormigas.
Al día siguiente era Navidad, sólo se escuchaba el monótono repique de unas campanas a lo lejos. El sol filtraba los rayos por la ventana, y la luz brillaba sobre el cuerpo inerte de la viuda. Afuera resplandecía un cielo azul sobre una sábana de nieve.
A unos cuantos pies de distancia del cuerpo de la señora Antsiers se encontraba el frasco vacío de medicamentos.
Dos señoras religiosas que realizaban sus actividades proselitistas, y aprovechando de que era día feriado, se acercaron a la puerta, tocaron el timbre y como nadie les abrió, colgaron una revista con el siguiente mensaje en la portada: ¿Existe la navidad?, y más abajo un subtítulo: Usted vivirá en paz con los animales en el nuevo paraíso.
La policía notificó un caso de una mujer de cincuenta años de edad, blanca, con antecedentes personales y familiares de trastornos psiquiátricos y de pediculosis pubis. En el examen microscópico de las muestras tomadas durante la autopsia se comprobó que correspondían con restos de epitelio y pelos. La biopsia cutánea se interpretó como exulceraciones secundarias al rascado, y confirmó la ausencia de parásitos. Su psiquiatra evidenció el cuadro alucinatorio de la paciente que luego de ser estudiada se definió como delusión parasitaria.
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