Historia de un desamor en un domingo por la tarde


Hefesto despertó en el Más Allá:─¡Socorro! ¡Socorro!... ¡Soy culpable, culpable...!─¡No puedo más!... ¡Perdón! ¡Perdón!─¡Señor juez, señor juez!... ¡Menos mal que, al fin puedo hablar!─¡Déjeme hablar!Y Mefistófeles, el dirigente de la mansión espiritual le acarició su cabeza atormentada, y le contesto en tono amigo:─Diga, lo que desee. Estamos aquí para ayudarle. El rostro del desencarnado se lleno de lágrimas y se transformó la propia debilidad en energía inesperada; y compungido, comenzó a hablar:
Señoras y señores del jurado, me presento como la voz de Hefesto Martínez, mayor de edad, herrero de oficio, y ante Dios me confieso con el alma desnuda. Feo y cojo de nacimiento, fui abandonado por mi madre y nunca me acostumbré a la idea de que iba a vivir y a morir tan miserable. Les digo que de todas las soledades, la de falta de amor es la peor. Yo tenía necesidad de ser amado pero nunca conseguí que una mujer me diera al menos un poco de cariño sincero. Las pocas caricias que me dieron tuve que comprarlas. Amé como pude, se los juro, pero nunca fui amado. Les contaré lo que me sucedió, aunque tal vez ya ustedes lo sepan.
Fue una tarde de un domingo envilecido, cuando al partir de mi vida la mujer que amaba, quedé desolado. La ingrata se fue sin decir adiós y pegó en mi puerta un papelito donde se leía: “No te amo, nunca te amé”. Me sumí en el más delirante infierno de todos, el de la soledad y el desamor. Tan sólo me dejó su olor a océano, que al regarse por todo mi cuarto casi me ahogaba. Afligido, cerré mi diario; era la página más blanca de mi existencia. Me vi soltero y cincuentón, sin saber cuándo y por qué el plan de mi vida, mis metas y sueños, se dislocaron; me perdí entre la penumbra de la realidad y la fantasía; caí en un vacío donde el ruido espantoso de mi mente me agobiaba. Apenas dormía, enervado por pensamientos tristes; me sentía cansado de escuchar la palabra amor en las canciones tontas de la radio; de ver parejas en las calles; de las películas sobre solitarios; de las escenas de amor; de escuchar la palabra novia, y de la pregunta "¿no te has casado?"; de la boda en caravana; de las tiendas de novias; de los maniquíes en los escaparates; de la fila solitaria en el cine; del lamento de los casados y de la mercadería con la soledad del tímido y del desgraciado, al ver los hijos de los otros, escuchar y no decir nada, tocar puertas siempre cerradas, huir del romance de las vitrinas de farmacia. Me desilusioné tanto que mi corazón no era más que un vertedero sin fondo lleno de esperanzas muertas, falsas alarmas que me llevaron a anestesiarme con pastillas y vino barato para soportar la inmensa noche larga; imaginé una mano que me acariciara la espalda, me quitara el frío, y una voz que me susurrara con ternura al oído, con suavidad; pero me levantaba una y otra vez perdido en mi infierno al escape de la televisión, cubierta de telas de arañas, mientras afuera brillaban las estrellas sobre mi cabeza torturada que seguía llena de tabaco, vino, pastillas, anuncios comerciales que me comían el cerebro, como horribles ratas de ojos saltones, al compás del ruido incesante de los grillos, los sapos y las chicharras .
Una noche de febrero, bajo la luna menguante, en la víspera de San Valentín , se presentaron en mi habitación tres mujeres de ensueño. Cada una me dijo su nombre y todas me dijeron que iban a acompañarme hasta el fin de mis días; que enterrara el recuerdo de la que me rompió el corazón, pues ellas se encargarían de ahí en adelante de llevarme por el camino del sosiego. Les creí y les abrí los brazos con fervor. Sus nombres eran Esperanza, Soledad y Muñeca. La primera, Esperanza, era quien me despertaba y me animaba a levantarme por las mañanas; ella era rubia, nórdica, de ojos verdes y tan claros como el cristal; en fin, la Venus de mis sueños, la que me motivaba a vivir y siempre me acompañó. Luego, ansioso, me entregaba a Soledad, quien era todo suspiros, muy callada, pero era la más que me apasionaba, y siempre estaba llena de ternura; su cabello anochecido era una enredadera de estrellas y sus ojos tan sombreados como el color medieval de la muerte. Al final, resignado, me entregaba a Muñeca, mi muñequita linda, hecha de puro calor, llena de deseos y ansiedades desbordadas; con ella creaba fuegos artificiales con mi fragua, y al final, me dormía como un niño de teta.
Entonces recobré la ilusión, me sentí aniñado, desempolvé los viejos discos de Sandro y volví a cantar Yo te amo, por ese palpitar que tiene tu mirar yo puedo presentir que tú debes sufrir igual que sufro yo, y así como se arroja de costado un papel viejo, traté de encontrar en ellas la sonrisa que nunca me brindó mi madre pero no la encontré. Poco a poco me destruía con el néctar dionisiaco, y ellas, cansadas de mi miseria, decidieron marcharse. Una tarde de domingo, otra nefasta tarde de domingo, sin decir adiós, me abandonaron las tres. /Dime tú por qué me abandonaste. ¿O acaso no lograste las cosas que soñabas?/ Pensé que Esperanza, al menos, se iba a quedar conmigo, pero fue la primera en marcharse. /No viste con que ganas yo trabajaba y luchaba sin descanso para darte mi abrigo...¿O acaso no entendiste que te amaba? como quiere un amante, como quiere un amigo.../ Mi vida no era más que un hueco lleno de nada, un camino sin destino y un miserable grito en la oscuridad. /Mas tú creíste que eras reina, que yo tu esclavo debía darte todo, y así te di mi amor y me anulaste.../¿No creen ustedes, señores del jurado, que era mi derecho terminar con ella? No sé cómo ocurrió, pero mi cuarto se oscureció como un hoyo negro y sin final. /Y te regalé todo, te dí mi sangre , mis sentidos, mis caricias y tú todo lo tomaste y me anulaste.../Fue entonces cuando decidí terminar con mi angustia y loca fantasía: agarré la botella de vino y un frasco de somníferos y me los ventilé de un solo trago. /Mas cuando te pedí un poco de amor, tú sin mirar hacia atrás te marchaste.../Me moría poco a poco en el sueño… a lo lejos escuchaba el final de la canción de Sandro que me hacía crecer mi ardiente delirio y que despacito se apagaba... /Devuélveme el amor, dame la vida; dame la vida que te dí, dame los sueños, devuelve el corazón aquí a mi pecho que ya vacío, que ya deshecho de llorar se acuerda hoy de ti. ¡Dame el amor! ¡Dame la vida!...” /
Pero, ¡Santo Cielo!... ya veo que me he equivocado; lo puedo ver en sus ojos, señores del jurado. He construido un mundo mucho más cruel que el que Dios me dio. Miro a mi alrededor y quiero liberarme de este egoísmo; aprender de tu amor Dios misericordioso. ¡Denme otra oportunidad! ¡Quiero salir de aquí! ¿Qué hice, oh Dios mío, qué hice?, regrésame a la vida, perdóname, de nada me valió, fue inútil mi cobarde acción, pues el infierno de las tres me persigue, y todavía es domingo por la tarde...

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