Accidente o lección del azote gris en un día cualquiera
Es un día cualquiera en una de esas tantas ciudades arremolinadas. Un autobús se estaciona frente a un hospicio para ancianos a las ocho menos cuarto de una mañana azul de verano; tiempo de calor y diversión para algunos, pero para otros, abandono y soledad.
El chofer, un hombre joven y robusto, se baja, saca un cigarrillo, lo enciende y con cierto aire de desdén espera a que los pasajeros salgan del edificio. Luego agarra su celular y se pone a hablar, tal vez con un amigo. Lleva una semana en ese trabajo y lo detesta. Se le había asignado recoger a varios ancianos, la mayoría jubilados entre sesenta y cinco y noventa años. No era el empleo que buscaba, pero iban a pagarle muy bien. “Qué mierda, al menos hoy es el último día y ya no tendré que soportar más a estos decrépitos”, piensa, mientras se peina y se mira en el cristal de la ventana.
Los viejos, y alguno que otro no tan añoso, salen en fila del asilo. Caminan despacio por la acera rodeada de canarios amarillos. El joven conductor se impacienta. Un anciano va en silla de ruedas y es ayudado por un enfermero; otros usan muletas, andadores y bastones. Algunos entran al vehículo en silencio, y otros, los menos, conversan y hasta tararean alguna canción.
Una mujer de unos setenta años es la última en llegar. Al subir se agarra de la puerta, pues usa muletas. Exhausta, se sienta detrás del asiento del chofer.
─Discúlpame, hijo, que te hice esperar tanto para subir. Lo que pasa es que hace días me amputaron la pierna y no te imaginas el dolor que tengo.
El joven prende el motor; no se siente como para escuchar quejas de viejos. Acelera.
─Sabes, hijo, estuve dos años yendo a clínicas y consultorios. Pasé por cinco médicos y ninguno se dio cuenta de que se me gangrenaba la pierna. Unos me decían que era problema de circulación, otros me daban una pomada porque decían que era reuma, me hicieron mil estudios, así estuve de clínicas y consultorios. ¡Señor, no se imagina el dolor que se siente! En mis años mozos yo cuidé con amor a muchos enfermos, pero nunca imaginé que los dolores que atendía fueran tan terribles, hasta que los experimenté con esta pierna.
El joven permanece indiferente y sólo se concentra en el camino. Para ver si ella se calla, sin mirarla le dice:
- Señora, yo no soy médico para escuchar sus historias.
Y para atenuar la cháchara de la anciana, enciende el radio en una estación de reguetón.
“A mi me gusta la gasolina, quiero mas gasolina…Dame más gasolina”.
Algunos suspiros y varios quejidos de los otros pasajeros rompen la tonada y todos resignados a la impotencia y a la costumbre de sus achaques se mantienen en silencio.
─ Una noche me miré las uñas, al lado de una noté una rayita de color negro. Ahí me di cuenta que la gangrena comenzaba. ¿Cómo yo, que apenas tengo estudios primarios, me di cuenta y los médicos no?
El conductor comienza a sentir un cosquilleo pequeño y agudo que le sube por la pierna izquierda. Al sacudirla piensa que tal vez es un calambre. El ritmo de la canción lo entretiene y se imagina que está bailando con su novia.
─Cuando me la amputaron fue muy triste y doloroso. Ni siquiera había suficiente cantidad de morfina en la clínica. Retenía los líquidos y se me puso el abdomen inflamado con ascitis. Me pusieron compresas. La fiebre me subió a niveles de delirio. Caí en estado comatoso y...
Otra vez el cosquilleo en la pierna, pero esta vez siente un dolor agudo y penetrante. Asustado, voltea la cabeza para mirar a la anciana que no cesa de hablar, mientras lágrimas caen sin detenerse y resbalan por los surcos de sus mejillas.
─¡Basta! ─grita el joven, desesperado.
Con mucho esfuerzo, gira el volante hacia la derecha y estaciona el bus, pero el dolor es tan intenso que cae de bruces. La cabeza choca contra el volante y el golpe activa la bocina que comienza a sonar de manera estrepitosa. Entre la mezcla del ruido y los acordes de “dame más gasolina”, la anciana, sonriente, pero con cierta dejadez, mira a los demás, mientras le dice con dulzura:
─¿Me comprendes hijo? Es algo que no se lo deseo a nadie, ni a mi peor enemigo.
Todos los ancianos aplauden y cantan “dame más gasolina…”
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