El le preparaba el café y se sentaba a su lado a conversar sobre sus sueños. Pasaban los días y se repetía el mismo rito. Cincuenta años juntos, no hijos, solo largas compañías llenas de dedicación y amor. El hedor se acrecentaba, pero no importaba, al menos su figura estaba allí. Hasta que un vecino lo notificó.
¡Ay!, qué será de mi cuando ya no tenga huesos ni palabras... Me desperté, y al querer estirarme para aflojar las coyunturas, no pude hacerlo. Traté con esfuerzo de desplegar mis brazos hacia los lados, mientras intentaba abrir la boca, pero no pude moverme ni un centímetro. Me sentí como un charco sobre la cama, con los ojos bailándome en las cuencas, y la piel, puro pellejo. De pronto una risa hueca me sorprendió, y veo, lo que parecía ser mi esqueleto apoyado en la pared; y éste, de manera cínica me dijo: —Sin mí no puedes hacer nada, ¿verdad querido? —¿Pero qué haces ahí?, pedazo de huesos —le dije. Le ordené que volviera, pero el muy condenado se negaba. —Hoy es tu día libre y yo me encargaré del quehacer de la casa —me dijo con ternura. —¡Ah, sí!, ¿y cómo te las arreglarás sin mi cerebro, pedazo de fósil? —Yo también tengo mis sesos, mijito, por si no lo sabías, es una copia virtual del tuyo. Respiré su soberbia. No me quedó otro remedio que aceptar su individual...
Se vive hasta el final.
ResponderEliminarMejor morir pegando un paso de baile que electrocutado.