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Un ramo de rosas

A mis amigas
Ella estrena sonrisa de Gioconda. Cualquiera al verla tan deslumbrante con su vestido rojo, pensaría que se ha ganado la lotería, o que muy adentro de su fuero interno lleva una fuente de dichas. El cielo es todo rosado, en sus ojos brillan polvos de oro y de su garganta parecen salir gorjeos de enamorada.
―Happy Valentine! ― le dice al conserje, con cierta coquetería que éste se queda mudo mientras le abre la puerta.
Quince para las nueve de una mañana fresca y azul. Siempre fue puntual. Abultada y diminuta, camina hacia su escritorio con el remeneo y la sensualidad que sólo tiene una soltera sin compromiso. Sus compañeras parlotean, excitadas.
Se sienta a revisar la agenda como de costumbre.
―Hola Marcela, ¡buenos días! ―le dice alguna compañera que pasaba.
De vez en cuando, mira el reloj.
A las diez llega un mensajero con un enorme ramo de rosas rojas.
―¿Marcela Cruz? ―pregunta el joven a la recepcionista.
Una lluvia de miradas expectantes se vuelcan sobre él.
―¡Marcela, son para ti! ―vocifera una compañera, entusiasmada.
Sorprendida, llena de brillos, se levanta y coge el ramo. Le tiemblan las manos. Una tímida sonrisa brota de sus labios.
―A ver, ¿de quién son?, dinos Marci, por favor, nos tienes en ascuas.
Marcela abre el sobre con lentitud desesperante.
“A la más bella de la bellas, dueña de mi corazón. Tu más ferviente admirador secreto.”
―Ah, un anónimo! ¡Wow!
―¡Qué bello!
―¡Felicidades!
―¡Feliz día del amor!
Cuchicheos, risas y suspiros. Marcela casi puede respirar la envidia de todas.
Entusiasmada, comienza a tararear una canción de Chayanne, se dirige hacía el área de trabajo, y al colocar sobre el escritorio el ramo de rosas, lo mira tiernamente; sueña despierta y siente que su autoestima se infla como un globo que vuela alto, muy alto.
Todo el día huele a rosas y ningún otro escritorio luce tan bello como el de Marcela.
Cinco y quince de un tarde cansada. Ella sale de la oficina, sonriente, con su esplendoroso ramo de rosas. No hay nadie en el estacionamiento. Al entrar en el auto se le va desvaneciendo la sonrisa y un rictus de amargura se le dibuja en la cara. Inmóvil y silenciosa frente al volante, con la mirada pérdida en el horizonte, saca un recibo de compra de la cartera, y al ver la exorbitante suma, lo aprieta y estruja entre sus dedos. Suspira largo y hondo, y al encender el motor, lágrimas negras resbalan por sus mejillas.

©Héctor Luis Rivero López

Comentarios

  1. Que triste soledad...
    Bonito cuento, Héctor.

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  2. tan triste y a la vez tan hermosamente escrito.
    SALUDOS RIVERO!!!

    ResponderEliminar
  3. Al menos fue feliz mientras duró su propia mentira. La soledad es así de magnífica, y a la vez de hiriente. Estupendo relato.
    Besos

    ResponderEliminar

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