CUENTOS LARGOS


La abuela que encontró su nombre verdadero
A Margarita Iguina Bravo
¿Quién no ha soñado alguna vez que se dormía mientras escuchaba un cuento? ¿O no sería un sueño?
─Papito, cuéntame un cuento.
─A ver mi pequeña Lara, ¿qué clase de cuento quieres? ¿Uno de hadas o uno de genios?
─Cuéntame el más bello, papito.
¿Y qué le pondremos al más bello para que no sea un cuento vacío?
─Ponle una abuelita, papito.
─ ¡Ah, una abuela! Dime, ¿quieres una moderna o una conservadora?
─ ¿Qué conservan las abuelitas, papito?
─Nada, mi amor. Lo que pasa es que hay abuelitas modernas y las hay chapadas a la antigua. Por ejemplo, la abuelita de hoy día, juega al golf y al tenis, hace gimnasia y hasta participa en maratones. Las conservadoras son las de antes, esas que pintan con la cara dulce, redonda, arrugada, de pelo gris y con un delantal atado alrededor de sus cintura.
-Quiero que sea una mezcla de las dos.
─ Pues bien, te contaré el cuento de la abuela Mariguina y cómo encontró su verdadero nombre, una muy moderna, pero un poco conservadora a la vez, a quien le faltaban algunos tornillos y además por si eso no fuera poco, escribía cuentos.”
En un pueblito de la costa norte de Puerto Rico vivía no hace mucho tiempo una abuela de las de cartera grande, guagüita Volvo y perrito faldero. Tenía en su casa un ama de llaves que pasaba los cuarenta, y una nieta que no llegaba a los quince.
La edad de nuestra heroína rozaba los sesenta y cinco años; era de constitución menuda, ancha de cara, muy madrugadora y amiga de los bienes raíces, o sea que vendía casas.
Dicen que tenía el sobrenombre de Marifonga, o Margarina, que en esto hay alguna diferencia en los autores que han escrito sobre ella, aunque yo creo que se llamaba Mariguina. Pero esto no es importante en esta historia.
Es necesario saber que esta abuelita, los ratos que estaba ociosa se entretenía leyendo libros de historia y de literatura con tanta afición, que olvidó por completo el arte de vender casas. Llegó a tanto su curiosidad que vendió parte de sus bienes para comprar todos los libros de historia y de literatura del mundo. Su obsesión fue mucho más allá: se compró una computadora y se metió al Internet a buscar y explorar cuanto sitio hablaba de cuentistas e historiadores.
      Se refugió tanto en las lecturas de estos libros, especialmente los de Vargas Llosa, García Márquez, Cortázar, Pessoa y Kawabata, que leía de corrido.
      La fantasía desplazó la realidad de su cabeza, se le remató el juicio. Le dio con buscar el verdadero nombre de las cosas incluyendo el suyo; creía que todo a su alrededor era una mentira y que las cosas tenían sustantivos falsos.
      Su casita era blanca con toques de limón verde y estaba rodeada de palmeras y guayabos. Mariguina no era una abuelita cualquiera, no señor; ella era muy especial. Contumaz y obsesiva, menuda y parlanchina, tocaba el piano y hasta hablaba francés. Y por si eso fuera poco, cocinaba muy rico. Además le apasionaba el arte y la artesanía. Tenía una exquisita colección de cuadros y conocía todos los cuentos del mundo. Le encantaban los chocolates oscuros y amargos. Tanto le gustaban que era capaz de mentir por un pedazo y hasta esconderlo para no compartirlo. Una mañana le sirvió a su nieta unas bolitas de chocolate, pero la niña no se los comió todos y ella puso el plato en la mesa y se olvidó de ellos. Al rato pasó y las vio, y empezó a comérselas. Como no tenía los espejuelos puestos no se percató que los chocolates estaban lleno de hormiguitas. El ácido fórmico de las hormiguitas le causó nauseas y desde ese día aprendió la moraleja: no ocultar los chocolates.
      Pero lo que más le gustaba a la abuelita era tejer y coleccionar caracolas de mar. Todas las mañanas se levantaba temprano; se ponía bermudas blancas, se calzaba sus sandalias color marrón, se cubría la cabeza con un sombrero de paja y se iba a caminar por la playa con una radiola. Se sentaba a tejer bajo una palma mientras escuchaba canciones de Chayanne, su cantante favorito.
      Un día encontró el caracol más grande y hermoso que hayan visto sus ojos y se puso muy contenta. Era una concha con los siete colores del arco iris y del tamaño de un plátano. Sobre su superficie blanca estaban grabados unos extraños símbolos.
      ─¡Vaya, que hermosa joya he encontrado! Con este completo mi colección ─ dijo, muy contenta.
      No había acabado de pronunciar esas palabras cuando un pelícano muy atrevido le agarró el caracol con su pico y se fue volando hasta meterse en una cueva. Aunque enojada, la abuela Mariguina esperó muy paciente que el pelícano saliera. Pero luego de un rato largo, se desesperó y llena de curiosidad, como siempre, la abuela se dirigió hacia la cueva.
      ─-¡A ver pajarraco energúmeno, sal de ahí de inmediato!
      Pero no más puso un pie adentro cuando sintió que todo daba vueltas y que se hundía dentro de un torbellino vertiginoso. “Este es el fin, ampárame Dios mío”, pensó.
      Lo primero que pasó por su mente fueron sus nietos. Estaba muy asustada pero conservaba la calma ante todo, siempre fue muy fuerte. De pronto se encontró tirada en el suelo patas arriba. Un líquido blanco y espeso le caía en la cara, abrió los ojos y vio que estaba rodeada por muchas cotorras verdes, parlanchinas y cagonas.
      ── ¡Uf, lo que me faltaba!, perdida como la vieja de las cancanes y cagada para completar. ¿Pero de dónde han salido estas cotorras? ¿Qué lugar es éste? ── se preguntó muy asombrada.
      El lugar estaba cubierto de arbustos de un extremo a otro. No estaba su casita, no había ni un solo árbol de palmera, y tampoco estaba el faro. No había mosquitos, ni siquiera abejas. El cielo era de un azulado turquesa y los montes a lo lejos eran tan verdes que parecían esmeraldas.
      La abuela se levantó, se sacudió y comenzó a caminar. El bosque era tan verde y frondoso que parecía que los árboles se abrazaban entre ellos y no dejaban ver el cielo. De pronto se escucharon unas risas y gritos detrás de unos matorrales. Ella se acercó poquito a poco y a través de las hojas pudo ver a unos niños que jugaban. Pero aquellos niños no eran como los de ahora; estaban casi desnudos, pintados con achiote y hablaban muy raro. Eran niños tainos. La palabra taino significa buenos para ellos. Los taínos fueron los primeros habitantes de Puerto Rico.
      Jugaban el guamajico, un juego de corrillo, lo que se llama hoy día el juego de los gallitos.
      Mariguina desde su escondite pudo notar que no muy lejos de ellos se encontraba sentada en una piedra, una jovencita muy atractiva a la cual los demás llamaban Tanama. Era de ojos oblicuos, pelo negro azabache suave y lustroso que la cubría toda como una vestimenta. Pero estaba triste y lloraba desconsolada. Mariguina no pudo aguantarse más y gritó:
      ─Niña, ¿por qué lloras?
      La chica no la veía, pues la abuela estaba invisible, pero sí la pudo escuchar, y también los otros taínitos que asustados corrieron hacia sus bohíos, que así se llamaban las casitas donde vivían, hechas de paja y madera.
      La abuela notó que cuando la muchacha se levantó tenía su vientre abultado, señales de una maternidad incipiente. Se escondió entre los árboles y caminó hacia ella; pero de momento sintió algo húmedo que le tocaba sus piernas. En la exuberante vegetación no había manera de saber donde pisar, todo era verde. Las únicas sombras de color diferente eran las flores exóticas y las cotorras que volaban de un lado para otro. Miró para abajo y vio una especie de perro que no ladraba, sólo gruñía; era un aon, especie de perro mudo que utilizaban los taínos para cazar, y que al parecer estaba perdido.
      ─¡Anja, tú si puedes verme! El perrito intentaba decirle que la siguiera. La abuela Mariguina la siguió de inmediato. Al escuchar los gruñidos del animal, la niña se se detuvo y al mirar hacia atrás se alegró mucho.
      ─¡Guay!
      Fue en ese instante cuando la abuela se hizo visible. La chica de piel cobriza no se asustó al ver que aquella extraña mujer de piel pálida cubierta con hojas tan diferentes. Sonrió con dulzura y Mariguina le devolvió la sonrisa; trató de acercarse a ella, pero en un santiamén unos guerreros aparecieron y se la llevaron.
      ─¡Esperen, por favor! ¿Qué mal les ha hecho?, no es justo ─les gritó la abuela, pero ellos no la oyeron.
      Se hizo de noche. Un canto de coquíes explotó en sus oídos. Jamás en su vida la abuela escuchó un coro tan extenso. Cansada se recostó en un árbol de ausubo y se durmió.
      En el sueño se le apareció un mensajero vestido de blanco como los yagrumos de la cordillera, y le dijo que debía salvar a Tanama. La niña era la hija de un jefe taíno, que la adoraba mucho, inocente como una reinita y un símbolo verdadero de la castidad pura. Pero un día apareció embarazada. Arasibo, el cacique, indignado, en vano pregunta quién era el causante de su desgracia. La niña nada pudo explicar. El padre entonces la amenazó con la pena de muerte, pero ni aún así obtuvo respuesta. Entonces la joven fue hecha prisionera y condenada. Te he escogido a ti para que convenzas a Arasibo de que está equivocado.
      ─¿Ycómo me entenderán? ─preguntó la abuela.
      ─Te daré el poder de hablar y entender su idioma ─le dijo el etéreo mensajero.
      Mariguina se levantó a toda prisa y se fue directa al bohío del cacique el cual yacía apesadumbrado en una hamaca y al hacerse visible le dijo que debería considerar virgen a su hija, a pesar de su estado.
      ─Ella no tiene la culpa, ¡no es culpable tu hija!, ─dijo la abuela, casi regañando al gran cacique.
      A la mañana siguiente, en el batey, Arasibo habló sobre la extraña aparición al bohique, que así era como le llamaban al brujo, quien era pequeño, casi un pigmeo. Se cubría la cara con una máscara en forma de cotorra, sobre la cual había, a modo de sombrero, un caracol, que a su vez iba cubierto por un penacho de hojas, como si una palma de cocos le brotara de su cabeza. En brazos y piernas llevaba adornos de piedras y semillas, en el cuello un collar de camándulas y en la cintura, casi tapándole el taparabo, una serie de hojas de cohoba con las cuales hacía una droga para hablar con los espíritus.
      El cacique, todavía muy asombrado, le dijo al bohique que haría caso a las palabras de la aparición, y revocó la pena capital.
      El brujo invocó al Gran Espíritu Yaya y le pidió que la aparición se manifestara de nuevo. Al instante, la abuela se apareció y dijo:
      ─¿Cuál es mi nombre verdadero? Y ese caracol que lleva sobre la cabeza es mío, démelo, por favor.
      El brujo se quita el caracol y le dice:
      ─Toma, escucha al cobo, él te dirá cómo te llamas. Entonces Mariguina se lo puso en la oreja y poco a poco fue escuchando el soplo de un viento que le decía “Guakía Vahva turey tocá, Guaí kení, Guamí Karaya güey. Guarico guakía taíno ti. Bo matún busicá, para yucubía, age, casabí. Maboya ná, Jurakán ná Yukiyú ján. Diosá naborí daca, jan jan catú.* Cahubibi, tu nombre es Cahubibi.
      Después de la ceremonia la invitaron a quedarse en el yucayeque y le dieron de comer casabe con ají y guanimes de maíz. También le ofrecieron una variedad de frutas exóticas: guayabas, guamás, jaguas y corazones, todas muy deliciosas.
      Pasaron siete lunas. Una mañana de azul sereno, Tanama se fue para el río y dio a luz una niña, pero murió en el parto. Solo a Mariguina le fue permitido estar con ella y cuando le llevó el bebé a las demás mujeres taínas para que le oprimieran la frente y la parte posterior de la cabeza, no pudo contener su llanto.
      Cuando enterraron a Tanama, miles de mariposas volaron sobre su tumba. Pero la criatura, su hijita, fue la alegría de todo el pueblo taíno. Era hermosa como una flor del campo. La llamaron Moriviví, hija de adoptiva de Cahubibi, y quien sería en un futuro la madre tatarabuela de Mariguina.
      Una vez fue sepultada Tanama, la abuela agarró el caracol para soplarlo y tocarle una melodía; pero en ese momento volvió a pasar el pelícano y se lo arrebató. Ella trató de correr tras él, pero sintió que se desvanecía y que volaba a través del tiempo. De pronto escuchó unas voces que la llamaban. Eran la nieta y la dama de llaves que andaban como locas buscándola.
      ─¡Abuela Mariguina, te has dormido en la playa!
      ─¿Dormida?
      ─Sí, abuela Mariguina, hasta roncabas. ¿Y de dónde salió ese perro tan extraño que te acompaña?
      ─ ¡Pamplinas!, he estado muy ocupada y mi nombre es Cahubibi, pa que tú lo sepas: descendiente directa de la Gran guerrera taína Moriviví que nació de la virgen Tanama por voluntad de Yaya para proteger a su pueblo boricua. Y ésta es Guay, mi nueva mascota.
      Y tarareando su canción favorita de Chayanne, se marchó muy feliz con su nuevo nombre, mientras que Guay la seguía muy contento meneando la cola.
Héctor Luis Rivero López
Diciembre 2007
* Padre Nuestro en taíno
Glosario
Taínos: significa buenos
Batey: patio
Bohique: brujo
Guamajico:. Los niños se agachan alrededor de un círculo de tres piés. Los guamajicos se hacen de las semillas del árbol de algarrobo o "guamá". A estas semillas se le hace un pequeño orificio en el centro a través del cuál se pasa y amarra una cuerda de fibra llamada "jico". Los guamajicos se colocan en el centro del círculo del juego, cada niño agarrando la cuerda que amarra a su semilla. El grupo de niños jugando selecciona al niño o la niña que inicia el juego removiendo su semilla de guamajico del círculo. Este niño o niña hace oscilar con fuerza su semilla hacia el centro del círculo intentando darle y romper las semillas de los otros jugadores. Si la semilla se parte el niño o la niña queda fuera del juego. El siguiente niño o niña, siguiendo un orden a favor de las manecillas del reloj, hace lo mismo, hasta que quede intacta solo la semilla del niño o la niña que rompió la última semilla de sus contrincantes. A este niño o niña se le declara ganador del juego
Coquí: El coquí (Eleutherodactylus spp.) es una diminuta rana de Puerto Rico. El nombre coquí se le da por la llamada de dos notas que hacen los machos ... 
es.wikipedia.org/wiki/Coquí
Cacique: jefe de la tribu
Cohoba: alucinógeno
Yagrumo: árbol cuyas hojas son verdes por un lado y blancas por el otro

En un futuro virtual
Amanece en el bosque  de Guavate. La neblina, vasta y densa, cubre las casas en las laderas de los cerros. Son casitas cómodas, construidas en concreto,  rodeadas de amapolas y canarios,  hechas para y por trabajadores,  y tal vez para uno que otro petardista; pero que al fin y al cabo, buenos o malos,  son ciudadanos que se afanan cada día  por servir al país a su modo;  gente de pueblo, que aunque ignoran que las  dos terceras partes de la población todavía se encuentra  en pobreza, son los afortunados  de la sociedad moderna y avanzada de un país que comienza un nuevo ciclo en su historia.
            Laura Ortega Taylor, joven maestra, y firme defensora del ambiente,  vive en  una de esas casas.   Todavía duerme cuando un chorrito de sol se cuela por la ventana y desciende sobre su cara. La brisa sopla suave y eleva las cortinas de tonos verdes y amarillos que adornan el cuarto. Una dulce música de violines emerge de un radio despertador, y se escuchan las notas de  la canción Verde luz, del cantautor  boricua Antonio Cabán Vale.  Laura abre los ojos y se levanta. Una voz maternal , proveniente de una bocina en la pared, le dice la fecha, la hora y la localización:
            “Buenos días, Laurita. Hoy es veintitrés de septiembre de 2020, día de la nacionalidad puertorriqueña; día  de fiesta nacional. Son las ocho de la mañana y es un hermoso día en la mejor ciudad de las Américas, Cayey , República Asociada de Puerto Rico... ¡Qué tengas un lindo día!”
            Laura estira sus brazos y le da gracias a Dios.
            Después de darse un baño,  se dirige hacia la cocina y se prepara un café con tan sólo hundir un botón. Luego camina hacia la sala, y al chocar las palmas  de sus manos,  se enciende  un monitor inmenso, donde se puede ver a la Presidenta , segunda mujer en gobernar a Puerto Rico, doña Isabel Quirindongo - otrora popular del ala independentista-dar su discurso, el cual gira en torno a la explotación del yacimiento de petróleo encontrado al norte de la Isla. La Presidenta augura una economía solvente para la república;  y eso ha dividido  al país.  Fuera de  La Fortaleza un grupo ambientalista protesta. Muchos de esos protestantes son en su mayoría americanoriqueños, término con el que se acuñó a los ciudadanos americanos blancos  y negros que emigraron a las islas del Caribe, debido a los cambios paulatinos del clima y a las luchas racistas en el norte. Muchos llevan banderas  verdes con una estrella blanca en el centro, símbolo político de su partido Acción Ambiental. Por otro lado las cámaras enfocan una marcha compuesta por miembros de la F.U.A. ( frente unido anexionista), grupo  que aboga por la anexión  de Puerto Rico a Estados Unidos.
            “Debe de estar abuelo fuera de sus casillas”, piensa Laura, y sonríe.
Camina otra vez para la cocina y se prepara un sándwich de mermelada de guayaba . Luego entra a su cuarto de  estudio y al decir la frase “camina Chencha” la computadora se prende y se pone a trabajar. Escribe un ensayo para su clase sobre  los forjadores de la patria boricua, cosa que ella hace con gusto y orgullo,  ya que le encanta la historia de su país.  De repente, el sonido de un golpeteo sale de su computador y en la pantalla  se abre una puerta visual:
─Buenos días Laurita, ¿cómo te sientes?
Es su abuelo el que le habla, el escritor Jacinto Ortega, quien ganó el premio Nacional en el 2016 por exaltar la puertorriqueñeidad y cultura de Puerto Rico en sus novelas, tales como Tiempos de Blanco y Negro y Dos para un dolor. Vive en Ceiba, cerca del parque  Pedro Albizu Campos, en lo que era antes una base naval de los Estados Unidos.
─Buenos días abuelo Cinto. Pensaba en ti. ¡Qué alegría verte!
─Dios te bendiga nena. ¿Qué haces?¿Por qué no fuiste a la marcha?
─Aquí cotejo  unos datos para la clase. Como estoy atrasada, decidí quedarme en casa.
─¿Ves el mensaje de nuestra Presidenta? Creo que se mete en aguas profundas con eso de la explotación del petróleo, ¿no crees?
─Ay, abuelo eso no va para ningún lado. Si hacen eso,  sería un genocidio ecológico. Nos llevaría quien nos trajo.
─Si nos unimos todos a la propuesta del senador Dalmau, evitaremos ese desastre.
─Es muy cierto, él propone la energía del viento y el sol para producir electricidad y creo que eso sería lo más factible para nosotros, abuelo.
─En España yo vi unos inmensos molinos de esos  que producen energía.
─Es la energía eólica, abuelo. Los generadores de turbina de viento se componen de un rotor que convierte la fuerza del viento en energía eléctrica. Así no se contamina el ambiente con gases ni se agrava el efecto invernadero. También la energía fotovolaíca, la que sale del sol es renovable, limpia y silenciosa.
─Pero que mucho sabe mi nieta, eso me da un orgullo y una seguridad en la juventud educada de mi país. ¿Cómo te va con el trabajo investigativo? Dime si te puedo servir en algo.
─Claro, abuelo. Al leer tu novela Tiempos de blanco y negro,  donde narras la vida de la comunidad La Vega a principios de los sesenta, mencionas a Muñoz Marín. ¿Lo conociste?
─Mijita, yo nací y me crié en el E.L.A., que eso era un circo de absurdos . Y en ese circo sólo dos hombres podrían sacarse aparte en la segunda mitad del siglo. Esos eran Albizu y Muñoz.
─¿Y cómo era el Estado Libre Asociado?
─ Un embeleco de transición colonial,  mitad país y mitad estado. Se creó cuando Muñoz comenzó su gobernación.
─¿Llegaste a conocer a Muñoz, abuelo?
─ Pues fíjate, puedo decirte que no y que sí a la vez.
─¿Cómo es eso, abuelo?
─ Mira te lo diré en un cuento. Fue para   el año sesenta y tres, el E.L.A. llevaba once años, si no recuerdo mal, cuando aquella mañana de junio el cacareo de las gallinas me despertó temprano. Luego tu abuela  encendió la radiola y una voz de tenor se escuchó cantar “cuando diga pianos piense en Salvador R. incorporado,  la casa de los pianos...” Era “El Alegre Despertar”, programa radial mañanero donde trabajaba don Cholito.
─¿El del “choliseo”?
 ─Ése mismo, el del coliseo. Pues, recuerdo que mi hermana mayor ya se había levantado y si yo no avanzaba a lavarme me perdería de ir con ella a la tienda de don Monche a comprar el pan. Para ese entonces yo era un chiquillo de diez años con la piel curtida de sol y lavada con agua del río Guavate.  Mi mundo era la imaginación. Vivíamos en una casita de madera y cinc que tu bisabuelo construyó en una de las llamadas parcelas que repartió el gobierno, en medio de un cañaveral gigante  que parecía que iba a devorarla. Antes de eso, papá había invadido una casa en el pueblo y allí convivimos por un par de años, hasta que nos sacaron a patadas.
            Recuerdo que ese primer día de verano fue tres veces interesante para mí: comenzaban las  vacaciones; nuestro padre no amaneció con nosotros y  Luis Muñoz Marín visitó nuestro barrio para  participar en uno de sus últimos mítines, pues ya pensaba dejar la gobernación. Yo estaba curioso por ver al hombre de la pava. Tu bisabuelo era albizuista y tu tío abuelo era muñocista. Ambos formaban unas garatas cuando se ponían a discitir sobre cuál de los dos era el mejor;  pero yo, chiquillo al fin, nada sabía de eso. Al hombre de la pava, lo veía en la bandera blanca y me lo imaginaba narizón,  pelú y colorao. Mi padre me llamaba siempre “Albizu”, pero yo no entendía por qué;  después al crecer y conocer a Albizu a través de los libros, me di cuenta que tal vez era por mi tez trigueña, mi pelo lacio y mi nariz fina. Una vez mi tío pegó un cartel en la puerta que leía : “LUIS  MUÑOZ MARÍN: Es lo Más Mejor.” Mi padre, al ver eso, se molestó tanto que al otro dia quitó el letrero de tío y en su lugar escribió: PEDRO ALBIZU CAMPOS: patria antes que colonia. Mi padre y mi tío no tenían mucha escuela  que digamos, ambos eran autodidactas y aprendieron lo básico con mucho esfuerzo. Y fueron los dos  para mi como el cuerpo y el  espíritu,  como la sombra y la luz. Para ellos,  Muñoz y Albizu eran los dos titanes que trataban de forjar una nación; fueron lo más grande que ha dado Puerto Rico en el siglo veinte.
            Pues como te decía, estaba entusiasmado con la idea de ver al hombre de la pava cuando sucedió algo que cambió mis planes. Una pisicorre subió la cuesta del camino polvoriento, tenía unos altoparlantes y anunciaba la llegada de un circo. ¡Imagínate!, yo nunca había asistido a un circo y todo lo que tenía encima era una triste peseta que mi padre me había dado antes de partir para Nueva York, ya que así decían siempre que se embarcaban para los Estados Unidos. Entonces se me ocurrió pedirle a mi tío que me llevara a ver el circo, pero él insistía que fuera a ver el gobernador porque eso iba a hacer historia en el barrio.  Y claro, eso fue lo más grande en el barrio antes de que llegara el obispo, o cuando vi una vaca parir en el pastizal desde el salón de clases, o el primer televisor que engancharon en las ramas de un árbol de pana,  cerca del  rancho de tabaco de don Felo; pero eso es otro cuento, ya te contaré otras  historias después , en otra ocasión.
            Mi tío Toño era el aguador de los picadores de caña y más popular que el mismo Marín. Se peinaba su cabellera frondosa para atrás, como Gardel  y se untaba brillantina Alka y agua de Florida Murray.  Cuando yo le pedía algo se ponía el dedo índice en los labios, luego se rascaba la cabeza y me decía “ya viene, ya viene”.  Y yo esperaba  impaciente a que él actuara de una vez por todas, hasta que por fin, después de yo pedirle y pedirle, se dignó a darme los chavos para que fuera a ver el circo, pero solo.
            Los hombres del circo se instalaron en la falda del monte. Era un circo miserable, pobrísimo. Una vez levantaron la carpa sucia, llena de remiendos y con las siglas  U.S.A. por doquier, conectaron un cable eléctrico que llegaba hasta la tiendita de don Monche, uno de los pocos negocios que tenía luz eléctrica en La Vega. Luego,  anunciaron el  espectáculo por unos altoparlantes. La atracción principal consistía en enterrar un hombre vivo por veinticuatro horas. Eso avivó más mi curiosidad infantil,  tanto que me atreví a ir solo.
            La función comenzaba a la siete,  pero yo me fui una hora más temprano. Cuando abrieron la carpa,  me apresuré  a pagar mi boleto de entrada y me senté en una lata vacía de galletas marca Sultana, pues no tenían muchas sillas. Me ubiqué frente a la tarima, cerca del maestro de ceremonias. Una vez acomodada toda la gente,  apareció en escena un hombre tan flaco que parecía que no había comido en años. Era el trapecista. Cargaba una soga, y por su cara seria y larga, yo pensé que se iba a ahorcar. Se subió al trapecio y comenzó a hacer piruetas en el aire. Yo lo contemplaba asombrado y con miedo de que se cayera sobre mí y me lastimara con sus huesos. El pobre cristiano,  a pesar de todo no lo hizo muy mal y recibió un gran aplauso. De inmediato  apareció en escena un payaso  montado en lo que parecía ser la figura de un caballo hecho de paja, e  hizo lo imposible para hacer reír al público. Pero la gente lo que quería ver era la resurrección del hombre enterrado vivo y de vez en cuando miraban hacia el hoyo cubierto con una sábana. Después de un mago que sacaba la misma paloma de su manga una y otra vez, el esperado momento llegó. Hubo un silencio súbito. Todas las miradas estaban pegadas a la tumba del vivo enterrado. Tataratán....
            Pero aquel hombre no se movió. Lo sacaron con la barriga hinchada y más pálido que una azucena. De pronto se escuchó un  silbido y el hombre se vació; salió disparado como un globo a propulsión a chorro. El pedo fue tan sonoro y apestoso que se apagaron las luces y se formó un despelote. Yo, ni corto ni perezoso, corrí  sin mirar para atrás. Todo estaba oscuro, pues  todavía no había alumbrados en el  barrio  y  mientras al otro lado del monte la voz resonante del hombre de la pava se escuchaba…  “compatriotas” al compás del  “jalda arriba va el partido popular...”,  yo iba jalda abajo más asustado que un conejo en tiempos de caza, pero me reía  de lo que más tarde los chicos del barrio llamaron “La noche del gran peo”.
            ─ ¿Y qué te asustó tanto, abuelo? ─pregunta Laurita, mientras se ríe a carcajadas.
            ─ Muchacha, la oscuridad  y los cuentos de brujas que tu bisabuela me contaba. Pero no me fui para la casa, me sentía excitado y decidí caminar hasta el otro lado del monte, donde al parecer las bombillas no se fundieron, para contarle  a tío lo sucedido en el circo,  y de una vez ver al hombre de la pava colora.
            Cuando llegué,  el mitin había  terminado y unos cuantos campesinos, entre ellos tío Toño, rodeaban a un señor bigotudo y muy carismático. Vestía pantalón gris y una camisa de cuadros blanca y roja. Yo me acerqué despacito, algo tímido. Iba descalzo, llevaba puesto unos pantalones cortos y una cotita gastada,  y entonces el señor del bigote me vio, se sorprendió y me agarró por la cintura, me levantó bien alto, mientras decía “Compatriotas,  este es nuestro futuro...trabajemos por ellos.”
─Tío, ¿quién es ese señor?
─Ese es don Luis Muñoz Marín, mijito. El que nos sacó los chinches, el de la reforma social, el del pan, tierra y libertad.
─¿El hombre de la pava?
            Me sentí algo desilusionado, pues yo pensaba encontrar a un viejo colorao y narizón con una pava de paja en la cabeza, algo así como un Santa Cló. Por supuesto, yo no sabía que diablos era eso de chinches, pero cuando mencionó pan, entonces lo entendí.
─ Ja-ja-ja...¡Guao, abuelo, esa sí es una experiencia fuera de serie!      
            ─ Pero espérate nena, todavía hay más. Cuando mi tío y yo regresamos a casa, por el camino, debajo de unos bambúes,  nos encontramos con un hombre muy extraño con la ropa haraposa y con rostro demacrado. Mi tío al verlo se sorprendió y dijo:
─Que raro es ese señor, que camina así a estas horas, ¿quién será?
Yo no le dije nada y sonreí, pues para mí que era el señor del peo.
─ Adiós, caray, ¿y no que estaba en el circo?  ─ comenta Laura, sorprendida.
─ Acuérdate que salió y voló como un cohete, y por la cara pálida que tenía, de seguro era él.
─ ¡Ay, abuelo, que de cosas te cuentas!
            ─Después llegó agosto y con él las clases en la escuelita blanca del cerro. Y yo me sentí contento pues volvía al comedor escolar donde podía comer ricos almuerzos y contarle mi encuentro con el hombre de la pava a los otros muchachos, que era nada más ni nada menos que el gobernador de Puerto Rico . Esa primera  mañana de clases me levanté al son que cantaba la  radiola, “cuando diga piano, piense en Salvador R.  incorporado, la casa de los pianos, en la parada veintidoooos...” A eso del mediodía mi padre regresó en un taxi y me contó de sus viajes a todos los estados, que saludó al Presidente Kennedy y le habló sobre la independencia de Puerto Rico. En fin, un montón de mentiras que yo, inocente al fin, me las creía. Con el tiempo supe que se fue a recoger vegetales a Conneticut, y que si salió del campamento donde estaba era para verse con prostitutas.
            Así pasaron los años, me hice hombre. A don Luis Muñoz Marín lo veía por televisión,  en las noticias. A don Pedro lo vine a conocer cuando entré a la universidad; había muerto un año después que Muñoz nos visitara allá en La Vega. Según lo que leí en los libros, su entierro fue también uno de los más concurridos en la historia.  Luego la necesidad, la ignorancia y el afán de aventura me llevó a las manos del Tío Sam, que me vistió de verde  como a muchos otros muchachos, allá para el ochenta, y me fui para Corea Del Sur entrenado para matar. En ese país tan  lejano, donde el recuerdo de la islita se convertía  en una fantasía, rememoré mis años de infancia, mientras leía en un periódico atrasado,  que me había enviado  un amigo,  la noticia de la muerte de Muñoz. En la primera página, en letras grandes, el titular: “Ha muerto el último de los próceres".
─Según la historia, fue uno de los más concurridos entierros en el país, abuelo.
─Sí, a Muñoz Marín todo el mundo lo quería, bueno ni tanto porque también algunos lo odiaban. Es más, es considerado una de las figuras más influyentes del siglo veinte. Pero, en conclusión,  Laurita, El vate, así le decían a Muñoz, abandonó los ideales propios para atender las necesidades del pueblo y no pudo cumplir la promesa de independencia. Así como el hombre aquel voló, así también voló el ideal. Mientras  por otro lado, el maestro Albizu entregó su vida como un verdadero guerrero. Aunque uno fue carcelero del otro, por esas circunstancias de la vida, ambos afirmaron la nacionalidad puertorriqueña, uno mediante la lucha armada y el otro mediante las elecciones. Pero los dos fueron grandes en su estilo. A veces me pregunto qué habría pasado si Albizu  hubiese sido el  gobernador y Muñoz el independista radical. O cómo habría  sido la historia si Albizu en vez de usar la lucha armada hubiese usado la no-violencia como lo hizo Ghandi en India y Luther King en los Estados. Sería interesante, conocer los resultados. Pero siempre he creído que Muñoz pudo haber sido un buen escritor, tenía madera para eso; hasta se casó con una escritora gringa.
─Es muy bonito y significativo, abuelo. Gracias a hombres como él hoy la Isla es libre y soberana. Ya no existen líderes partidistas ni caudillos,  pertenecemos a la gran unión latinoamericana, tenemos buenas relaciones con los Estados Unidos y la globalización del mundo nos ha acercado más a nuestros hermanos países. Gracias a Albizu, a Muñoz y a todos esas mujeres y hombres que forjaron la patria junto a ti, abuelo.
─Así es mijita. Oye, dile a tu papá que tengo el palito cargado de guayabas,  que venga uno de estos domingos para que se lleve unas cuantas. Me imagino que hoy se vende mucho lechón asao por allá , ¿verdad?
─¡Ay abuelo, hasta acá me llega el olorcito!
De pronto hay una pausa. Don Jacinto ve en su televisor algo que lo asombra y dice:
─¡Pero que ven mis ojos , no puede ser...! Oye nena , cambia al  canal dos y mírate esto...
Laura cambia de canal y se ve a una anciana arropada con la bandera americana, carga una batuta y tiene el pelo pintado de azul y rojo. Marcha al compás de unos robots hechos en China, para efectos publicitarios.
─¡Dios mío! – exclama don Jacinto ─esa... esa es...pero no, no puede ser...esa es doña Myriam ... ¡A la verdad que a esos estadistas la terquedad no se le quita  ni con la edad!
─¿Y quién rayos es doña Myriam?
─ Una señora estadista que para los noventa se trepaba en los postes y puentes a  enganchar banderas americanas.
─ Ya veo abuelo, son los rezagados; los que todavía quieren la estadidad a toda costa.
─Ay, mijita,  que Dios nos salve el lirio,  porque esto es pa'rato....Bueno te dejo negrita, Dios te bendiga.
─Nos vemos, hasta luego abuelo, cuídate.
Y después de un relámpago acompañado de una musiquita, la pantalla se apagó.

Glosario
chavos- moneda de un centavo
pava-sombrero de paja logo símbolo del  Partdo Popular Democrático
cotita- camisa
Choliseo- el nuevo coliseo de Puerto Rico, llamado José Miguel Agrelot, don Cholito, cómico puertorriqueño
lechón-cerdo
pisicorre-automóvil con puertas de madera
palito-árbol pequeño
peseta-moneda de veinticinco centavos americanos
panas-fruto del árbol panapén, verdes y redondas; su pulpa es blanca y esponjosa como el pan. Los tostones de pana son una delicia.
La Fortaleza-lugar donde vive el gobernador de Puerto Rico, n el viejo San Juan.

El  final es el cuento*

“Si pudiera describir la tristeza, me conocerías. Estoy atrapado en este papel blanco. Una simple caricia de tus dedos me bastaría para ser libre.”

Inténtalo de esta forma, vuélcate en letras con la imagen de una hoja que cae, que siente el aire acariciar sus bordes y la certeza del impacto final contra el suelo. Mírame.

Él tiró una frase sobre la hoja y ella la siguió.

No es fácil escribir un cuento de a dos, ataré mi paciencia con siete nudos, para que no se me vuele. Así somos las mujeres de Aries, puro impulso de fuego.

“Te miro. ¿Acaso no te has dado cuenta de que te hablo con mis ojos? Siente el poder de ellos al traspasar tu alma. Ignórame, deja que venga a ti. No te apresures. Sabes que vengo de ti, de una región muy adentro de tu corazón. Soy la máscara de tu teatro. Tu alegría opuesta. ¿Qué no ves en mis ojos lágrimas? Descuida. ¿Qué es una lágrima? Un poco decir adiós a lo que tus ojos vieron...”

Hoy volvió a sentarse frente a las hojas de papel y deseó que las letras dibujaran pronto un mensaje de amor. Inhaló profundo y soltó el aire despacio; así es como mostraba a otro su forma de esperar. Dejó sus dedos libres, se reclinó en el respaldo de la silla y sonrió ante su propia locura.

“Soy tu musa varón. Tu lado femenino hecho hombre; el aire que necesitas cuando estás sofocada en tu mundo de fuego; el cielo azul de tu infierno rojo; me visto de rosas y verdes claros para que bailes conmigo un vals a media noche. Soy el zafiro de tus ojos, el cobre de tus pies. Te invito a mi aposento donde crece la hortensia y la rosa, donde debajo de un álamo vas a saborear el néctar de mis jugos hechos a base de hierbas y especias, menta, raque, tomates, peras, espárragos, judías. Seré ese pequeño reptil que tímido camina sobre el cristal de tu ventana. El otro lado de tu arco iris. El que te dota de una sensibilidad extrema y te hace capaz de escribir las mejores páginas de tu vida.  El que te ha estado rondando la cabeza con cuchicheos al oído. Soy inalcanzable. Seré tu conmoción, tu duelo, tu terror, tu enfermedad, tu amargo ejercicio y tu tristeza placentera. Pero también puedo ser tu amor. ¿Amor? Ese que se siente cuando menos me necesites, ausente de egos y deseos.”

¡Hey, me dejaste sin aliento! Espera a que ate mi pelo con una cinta escocesa, me molesta tenerlo suelto mientras escribo. Por favor no vayas a irte, aunque tampoco es que te necesite tanto, no vas a envolverme, no a mi.

Ella hacía como si no le importara y, sin embargo, esperaba ansiosa el momento de encontrarse a solas con su hombre de letras.

“Descuida, no iré a ninguna parte si tú no me llevas, acuérdate que soy el héroe o villano de tu historia, y además un ser etéreo. Pero veo que se ha introducido una tercera voz, ¿quién es y qué pretende? ¿Por qué nos observa? Mira, ahí nos  dejó  ese código para que lo descifres:

FXHPWR

Si lograras llevarme a tu mundo se te ofrecerá la más grande dicha de todas: vivir el presente lleno de paz, la más dulce y agradable sensación que existe en el universo. Me vestiré con pedacitos de papel, levitaré por encima del suelo, y cuando menos te des cuenta zarparé a tu corazón, me zambulliré hasta el fondo y te sacaré las perlas hechas palabras para que me ates con ellas a tu ombligo como un botón de rosa. ¿Escuchas esa canción? Esa que dice que no somos tan distintos como tú crees, sí esa de Serrat.

...No sé si me gusta más de ti
lo que te diferencia de mí
o lo que tenemos en común.

Déjame darte una clave para que trabajes el código. Es un cifrado que lleva el nombre de un famoso emperador romano. Solamente me es permitido darte claves, nada más. Investiga…”

Con un movimiento del brazo arrojó todos los papeles que estaban sobre su escritorio. Perdió contacto con el mundo rutinario y conocido, no salía a la calle, comía irregular, enflaquecía. Se hizo transparente. Pasaba las horas con los ojos fijos intentando dar forma humana a ese hombre que se le había revelado en las letras. Enredada en los libros de historia analizó los nombres romanos desde Augusto hasta Carino. No podía descifrar el código. La desesperación le desorbitó los ojos y le soltó el cabello. Envuelta cada vez más en los vericuetos de la mente, respondía con frases tortuosas a las más simples preguntas de su mucama.

─ ¿Le ocurre algo, señora? Se ve usted muy pálida.
─ P-á-l-i-d-a, tal vez el código esté escondido en esa palabra... ¿Lo crees?
─ ¿Código…? ¿Seguro que se encuentra bien, señora?  Su ensalada César ya está servida. Debería usted comer algo.

Dame una pista, por favor, mueve mis manos, haz que mi lápiz escriba tu nombre. Y no me hables de amor, que de eso no se habla. El amor se vive. Por momentos te siento, recorres mi cuerpo por dentro como las gotas de saliva que caen pesadas y densas para anidar en mi vientre.

“Es un cifrado para enviar mensajes secretos, sólo eso. Lleva el nombre de un emperador y deberías prestarle atención  a tu mucama. Has escuchado eso de “A Dios lo que es de Dios y al…”. Pero dime ¿qué se siente vivir? Tienes razón, el amor es una acción, la vibración del universo. Temo que me destruirás. A mi lado hay una serpiente y detrás de ti se oculta una tigresa. Mi sensatez me dice que vendrá un caballo a interponerse entre los dos pero aun así soy tu barquito de papel, tú mi río, llévame adonde quieras. Quiero serte útil. Te daré mi flor de serpiente, tú me darás una garra para mi suerte. Sabes, admiro tu sinceridad.”
  
Una lluvia torrencial golpeaba los vidrios y ella vio serpientes que se deslizaban entre las gotas. Su locura anuló el sutil límite entre los textos y la realidad, un simple diario se le aparecía como un código en letras desordenadas. Por momentos hablaba con su musa o en impulsos de convulsiones arrojaba su cuerpo sobre el papel, para amar al hombre invisible. Nueve  meses, y tuvo la impresión de estar en un viaje sin retorno.
    
“Sabes, es la distancia y el silencio lo que hace triste al amor.”

Dime tu nombre de ensalada y de emperador, quédate aquí y no me sueltes, no tengo   fuerzas para escribirte, quédate por favor. Construiremos juntos un mundo de dos, donde no habrá papeles ni letras, ni códigos ocultos. Solo pasión que una tu mente racional con mi espíritu de fuego.
Se sintió cansada. Esperó que llegara el sueño. De súbito un ligero resplandor atravesó sus ojos. Los abrió, se dirigió hacia la ventana. Nada.  Rondaba la oscuridad. Solamente algunas estrellas en el cielo titilaban nerviosas. Volvió a su lecho y  se durmió.
 Él llegó despacio en la madrugada, como un murmullo distante y antiguo y la envolvió en caricias de sutil neblina azul y gélida. Posó sus labios fríos sobre la frente acalorada. Ella entreabrió los ojos y lo vio...sus ojos agua marinos  eran espantosamente hermosos. Él rozó sus mejillas con los dedos y ella fingió que dormía. Aunque sus ojos estaban cerrados, ella adivinaba que él sonreía tal vez de ternura o de lujuria... ¿Diablo o ángel? Entonces pudo al fin escuchar su voz.
 
─La vida debería ser como uno lo quisiera. Pero escucha, si antes de que salga el sol no descifras el código con mi nombre, vendrá  Gordon  por mí y me llevará de nuevo al Reino de las musas. Él es el caballo que nos separará y sólo tú lo podrás detener al pronunciar mi nombre frente a él. Es un personaje antagonista y su única misión es entorpecer el proceso narrativo. He cambiado mi reino por tocarte  en este instante; por sentir tu carne y tu aliento hambriento de besos…tómame y por favor no permitas que él me lleve. Tu nombre es Deseo.”

Ella lo escuchaba en silencio, los dos sabían que nada les estaba prohibido. Entonces el cuerpo del musa trascendió de lo etéreo a lo íntimo, del vestido de ella al desnudo, de la sequedad a lo mojado, de las palabras a los gemidos melódicos, de la separación  a la unidad; dos cuerpos que se unían para ser uno mismo, con el mismo fin. Fueron uno en el mismo espacio sin ser diferentes, uno por un momento. Enamorados se enzarzaron  en su juego apasionado. Sus manos se afinaban como lirios blancos que se abrazan con sus pétalos; arena en busca de huellas; agua de lluvia  que busca río.  Ella con su lengua de fuego lo estremeció de punta a punta; él, puñal que desgarra la negrura de la noche se aferró a su cuerpo; y como un viento huracanado que desenreda las ataduras del pudor, cayeron los dos en las redes de la pasión. Ella escuchó un zumbido de aletazos que le golpeaba la sien y la inspiración apenas comenzaba…

─Tu nombre es Cesarino el romano  ─dijo con voz aflautada por el amor y en la incoherencia de la locura que le había desordenado la mente.

─César es el nombre del código. Yo no puedo decirte mi nombre, si te lo digo me desvanecería y tú no quieres eso. Eres tú la que debe hacerlo y me librarás de esta tristeza. Me quedaré contigo y Gordon no podrá hacer nada. Anda, investiga, la noche se acaba.

Mientras hablaban,  una sombra se acercaba poco a poco a su habitación. Deseo saltó de la cama y se dirigió hacia la computadora. Con prisa  escribió las palabras CIFRADO CÉSAR y en la pantalla apareció todo lo que necesitaba saber. Leyó.
Cifrado César
El cifrado César mueve cada letra un determinado número de espacios en el alfabeto. En este ejemplo se usa un desplazamiento de tres espacios, así que una B en el texto original se convierte en una E en el texto codificado... Este método debe su nombre a Julio César, que lo usaba para comunicarse con sus generales.

Para codificar un mensaje, se debe buscar cada letra de la línea del texto original y escribir la correspondiente en la línea codificada. Para decodificarlo se debe hacer lo contrario.

Aclaraba el día y Gordon se acercaba a la puerta. El musa yacía lánguido en la cama con sus ojos de agua muy abiertos. Deseo, algo nerviosa y desesperada,  estudiaba y reordenaba las letras una a una:  F-X-H-P-W-R...

De súbito la puerta se abre… -¡CUENTO! ¡Tu nombre es CUENTO! –gritó eufórica Deseo. Petrificado, Gordon exclamó: "¡Que Dios se apiade de mi pobre alma!".  Y se esfumó.

Y el final es el cuento.
* Escrito a dúo con Analia Bosch, de Argentina en el grupo de escritura creativa Tallerines.

"Érase una vez...”
          La ciudad de Cuentópolis, del Reino de la Fantasía, amaneció alegre y bulliciosa. Era el primer día de primavera, esa época maravillosa del año cuando juventud y amor se unen para siempre. En el centro de su gran plaza, donde estaba el mercado, muchos personajes se   movían  al ritmo de una banda compuesta por músicos que parecían haber salido de un cuadro de Botero, ya que eran todos gorditos. El aire soplaba fresco, y el hombre de la luna plateada sonreía en silencio sobre el fondo azul del cielo. El día estaba perfecto para una aventura, para andar descalzo o para enamorarse.
            Nuestra historia comienza con un apuesto joven que caminaba por las calles de Cuentópolis con un fardo en la cabeza, y colgada a la espalda llevaba una alforja. Era   un chico fornido, de mirada distraída, algo despistado; el color de su piel irradiaba  el sol de unas playas lejanas.  Con paso ligero se dirigía hacia el mercado.
            Al llegar, se encontró con una vista deslumbrante: una chica preciosa contemplaba unas rosas frescas. Nunca había visto otra de igual belleza; vivaz y distinguida como las flores que acariciaba; de cara ovalada, enmarcada por unos cabellos negros y rizados donde unos ojos color miel resplandecían al sol.
─¡Por las barbas de Zeus, qué hermosa es esa chica! ─exclamó lleno de asombro.
            Entonces el muchacho sintió el flechazo, pensó que ella merecía admiración y que el mundo le pertenecía. Sin pensarlo más fue a su encuentro con el as del corazón en las manos. La miró con disimulo y decidió decirle un piropo. Con mucho cuidado, puso la carga en el suelo, sacó de la mochila un librito de poemas, y buscó las palabras más bellas.
“Dios debe estar distraído porque los ángeles se escapan”, lo leyó varias veces hasta memorizarlo. Entonces leyó otro: “¿De qué juguetería te escapaste muñeca?”. Ambos   piropos le sonaban bien. Indeciso, se acercó. Se detuvo un momento, aspiró un poco de aire,  y levantó la cabeza, mientras que a la vez sacaba el pecho.
 ─¿Me podrías decir dónde puedo encontrar al Autor, por favor? ─Fue lo único que logró decir, y trató de no mostrar sus verdaderas intenciones. Pero a pesar de que no le dijo el piropo, hizo un buen trabajo: ella le prestó atención, ya que volteó la cara, como una rosa hacia el  sol, y le preguntó:
 ─¿Estás perdido?
            Eso fue como una bofetada. Él se sintió desubicado. Por su mente cruzaron muchas preguntas: ¿Qué es lo que pasa, acaso ves algo en mi cuerpo que te obliga a decirme eso? ¿Piensas que yo soy una rana, un sapo o  un personaje de cuento? Pero no dijo nada y sonrió.
─¿Estás bien?  ─preguntó ella, perpleja.
─No, no es nada   ─murmuró él.
Ella tocó una flor y dijo:
─Yo también estoy perdida…es más te diré que todos aquí en Cuentópolis estamos perdidos en la imaginación del Autor.
Él observaba como ella movía sus seductoras manos, la miró a los ojos y le dijo:
─Sí,  entiendo, yo estoy perdido también. Busco al escritor, pero es él quien me encontrará.
Ella le devolvió una sonrisa.
─¡Magnífico! Yo conozco Cuentópolis, pero dicen que el Autor vive afuera, en una choza en el campo, rodeado de elfos.  A propósito, tienes un bonito acento.
Con esas palabras le quitó el sentido.
─Gracias…yo…
 Ella preguntaba. Él  asentía. Ella tomó la iniciativa y el control de la situación. Notó un movimiento nervioso en él, y dijo:
─¿Por qué lo buscas?
─ ¿A quién?
─¡Al Autor!
─Ah, sí. Necesito encontrarlo para darle el libro del cuento no contado y para que me dirija hacia mi próxima historia.
─¿No contado? Todo cuento lo es siempre antes de escribirlo, ¿no te parece?
─Sí, claro. Yo sólo sé que tengo que entregarle ese paquete y entonces él me llevará a mi cuento.  Oye, ¿sabes dónde se come bueno por aquí?
─Ah, además de entregador de cuentos también comes, si que eres cabezón. Pues mira sí, y también conozco un lugar con tres hermosas camas: una grande, una mediana y una pequeña. Ven, tengo mi auto estacionado al otro lado del edificio.
─¿Tienes auto?
─Pues sí, ¿qué esperabas, que caminara? También tengo un celular. No sé de qué libro vienes, pero las cosas han cambiado y Cuentópolis no se queda atrás.
Ella lo miró a la cara y le preguntó:
─¿Te sientes solo, verdad?
            El guardó silencio.
─Vamos, no me tienes que mentir, la gente no debe asustarse en decir que se sienten solos. Yo aprendí a no mentir, y créeme da resultado.
            Se miraron.
─Tienes razón ─ dijo él─. Oye, ¿siempre eres así de expresiva y espontánea?
─Sólo cuando conozco a un amigo perdido.
            Se rieron mucho, tanto que los ojos se les aguaron. La honestidad de ella, su presencia, hicieron que él se sintiera como un niño. Se metieron en el automóvil, que era amarillo en forma de plátano, y se marcharon.
─Oye no sé tu nombre.
─Me llamo Simbad el Cargador para servirte...¿  Y tú?
─A mi me llaman Rizos, Rizos de Carbón. Una vez me perdí en el bosque y unos osos me persiguieron.  También perdí el camino a casa.
─Pues tú me ayudarás a encontrar el mío y yo el tuyo, ¿de acuerdo?
─Es un trato, empecemos por comernos algo. Conozco un restaurante italiano cuyo dueño es un tal Pinocho, muy encantador, y hacen una pizza muy rica.
            Y se dirigieron al restaurante. Cruzaron la ciudad y por el camino pudieron ver muchas de las maravillas de Cuentópolis. Había árboles gigantescos al lado de las calles, que bailaban con gracia y muchos edificios en forma de libro de donde salían y entraban las más admiradas y famosas personalidades de todos los cuentos. En una luz roja, que sonreía con picardía, se detuvieron mientras cruzaba la calle un niño de pelo rubio rizado,  acompañado por una zorra.
            Cuando llegaron al restaurante, Pinocho los recibió muy contento. Se sentaron en una   mesa y pidieron jugo de frambuesa. Al rato les trajeron la pizza, la cual devoraron con mucho gusto. Como en Cuentópolis no se usa el dinero pues todo se da en abundancia, le pagaron con una sonrisa y le dijeron a Pinocho que los apuntara en el libro de los favores, ya que esa era la forma de pagar un servicio. El tiempo es la moneda en el reino de la fantasía, y cada hora equivale a un favor.
            Salieron muy contentos y satisfechos del restaurante. Al final de la acera, en una esquina, había un contenedor de basura. Él sacó del bolsillo el pequeño manual de poemas y lo arrojó.
─¿Qué fue eso? ─preguntó ella, curiosa.
─Oh, nada, sólo es una porquería ─dijo, y le hizo una guiñadita.  De repente el contenedor comenzó a moverse y de él brotó una columna de humo verde en forma de espiral, que creció hasta convertirse en un hada. Era el Hada de la Esperanza.
─¡Alto ahí amiguito! ─dijo de pronto la bella dama alada.
Ellos al verla se sorprendieron mucho y la escucharon atónitos. Sus alas transparentes se movían sin cesar y su largo cabello negro azabache brillaba como una estrella.
─Los llevaré a donde el Autor para que éste a su vez, los retorne a sus respectivos cuentos ─dijo─, pero antes tienen una misión que realizar. Se trata de la princesita Anani, del reino de los Inocentes. Ustedes deben ayudarla y protegerla del polvo mugriento del desierto Sahara, que le afecta sus pulmoncitos.
─Eso es fácil, hada, usa tu varita mágica y acábalo ─dijo Simbad.
─Joven, no todo se realiza con una varita mágica. Para resolver algunos problemas se tiene que tener voluntad, deseo de superarse y poner mucho amor en lo que se hace. Y si desean llegar al Autor deben de irradiar esas cualidades o de lo contrario el Autor no los atenderá.
─¿Y qué debemos hacer, hada bella?  ─preguntó Rizos, entusiasmada.
─Primero, deben de ir con los elfos del bosque tan pronto comience a oscurecer.  Ellos pueden ver de noche y recogerán flores de campanitas; con ellas haremos un enorme paraguas que pondremos alrededor de su casita y así bloquearemos a las partículas. Con mi varita puedo transportarlos al bosque y luego nos iremos al Reino de los Inocentes. Y al decir  “pacatús”, el hada los llevó al bosque oscuro donde cientos de elfos convivían en armonía entre  flores de múltiples colores y formas. Algunas eran comestibles. De inmediato Simbad y Rizos fueron recibidos por el gobernador de la comunidad quien los llevó a un salón donde cientos de mariposas revoloteaban de un lado para otro. Algunos elfos trajeron ricas bebidas hechas con jengibre y cebada y se las ofrecieron a los invitados con mucho cariño. De pronto, el gobernador de los elfos, que vestía una elegante guayabera verde y tenía el pelo amarillo y crespo, peinado hacia arriba, como si le hubiese caído un rayo, se paró y comenzó a hablar:
─Me ha encomendado el Hada de la Esperanza  que libere a la princesita Anani del terrible polvo del desierto Sahara. Con la ayuda de Rizos y Simbad, recogeremos miles de campanitas y volaremos al Reino de los Inocentes. Nuestras amigas las sílfides se encargarán de controlar el viento. Esperaremos a que llegue la noche, y mañana al despertar la princesita tendrá aire puro para respirar.
            Todos aplaudieron con júbilo y daban vivas al gobernador. Luego comenzaron a bailar la macarena y a recitar poesías.
            Después, al oscurecer, se marcharon. Trabajaron toda la noche sin descansar. Eran tan sutiles y rápidos sus movimientos que casi no se notaban. Recogieron muchas campanitas, y entre más cogían muchas más nacían. Con otro “pacatús” el hada madrina los llevó al Reino de los Inocentes, una isla verde en forma de caracol, soleada, poblada por ranitas cantoras y frondosos árboles de flores anaranjadas que parecían enormes sombrillas. Simbad y Rizos, como eran los más altos, se encargaron de tapar el techo del bohío de la princesa. Las sílfides se hicieron invisibles y con su largo cabello azul y sus alas de libélula, ahuyentaron el viento muy lejos. La princesita Anani, que yacía en la cama y que apenas podía hablar, recobró la salud y de nuevo volvió a sonreír y a cantar. Sus ojos negros, antes apagados, ahora parecían dos cocuyos. Su padre, agradecido, les regaló a los elfos y a las silfídes un coquí  ―–nombre de la ranita cantora―–, y los bendijo. La mamá les preparó a Simbad y a Rizos unos guanimes con bacalao envueltos en hojas de plátano,  los cuales  comieron con mucho gusto. Las malignas partículas jamás se aparecieron por el pequeño reino.  El Hada de la Esperanza se sintió muy feliz y satisfecha, y antes de partir dijo:
─Lo que damos nos llega de vuelta. Lo que creemos de nosotros mismos y de la vida se convierte en realidad. Es así de simple. Esa es la verdadera magia.
            Como premio, los dos jóvenes fueron llevados por el Hada de la Esperanza adonde el Autor. Para su sorpresa, la casa del Autor era muy pequeña y seis conejos sabihondos y locuaces hacían guardia alrededor de ella. Cada uno de ellos cargaba un letrero con una pregunta: ¿Qué?, ¿Quién?, ¿Dónde?, ¿Cómo?, ¿Cuándo? y ¿Por qué? Una fila enorme de personajes esperaba su turno para ver al Autor. El primero en la fila era el niño de cabello rizado, que cuando los vio los saludó con sus manos y les cedió su turno.
─Vengan, ustedes primero que ahora son héroes ─les dijo con su vocecita melosa.
Simbad y Rizos, sorprendidos, se lo agradecieron muy contentos.
─¿Para qué quieres ver al Autor, niño hermoso? ─Rizos, siempre curiosa, le preguntó.
─¡Oh! , sólo quiero que me dibuje un cordero,  ─dijo el niño de sol─pero podré esperar, pasen ustedes primero.
            Rizos y Simbad se lo agradecieron mucho y le desearon mucha suerte.
            Al entrar a la casita se encontraron con nueve doncellas. Eran las musas. Una tocaba una lira, otra una flauta y las otras cantaban. Todas se movían alrededor de una caja pequeña con una pantalla luminosa que arrojaba miles de palabras hacia las páginas blancas de los libros que desfilaban frente a ella. Pero no se veía al Autor por ninguna parte.
─Queremos ver al Autor ─dijo Simbad, algo asustado─. Soy Simbad el Cargador y vengo a entregarle este libro.
De pronto se  escuchó una voz de mujer que de momento era de hombre y viceversa:
“Bienvenidos amigos. Los esperábamos,  acérquense, acérquense, quense, quen,  se...”.
            Las voces le pidieron a Simbad que pusiera el libro sin letras frente a la cajita de la  pantalla luminosa. Una de las musas lo abrió y luego procedió a tocar a la pareja con  la varita mágica de las palabras. Éstos se desvanecieron y se metieron como un celaje dentro del libro. Otra musa lo cerró. Una vez dentro del libro, Simbad y Rizos se sintieron libres y corrieron por un inmenso prado de color amarillo hacia donde salía el sol, y llenaban de palabras sus páginas en blanco: “Érase una vez...” ¡Habían llegado a su cuento!
            Sobra decir que de ahí en adelante la primavera terminó y llegó un verano candente; el amor triunfó una vez más en Cuentópolis, y Simbad el Cargador y Rizos de Carbón se unieron para siempre en un nuevo cuento, esta vez contado.
FIN









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