Me levanto de la cama muy temprano, apenas dormí y siento mucho frío. Abro la puerta, entro al baño, orino y me lavo los dientes. Me envuelvo con las sábanas, me pongo los cortos y las zapatillas, que están al lado de los tacos que ella olvidó. Voy a la cocina, abro el armario, cojo la botella de vino y me preparo un trago. Otro trago. Enciendo la computadora y me pierdo en un mar de correos electrónicos. No puedo concentrarme, todo me es indiferente. Me viene a la cabeza la misma imagen, la misma angustia. Siento que caigo en un vacío aterido y sin fin. En la pantalla, chicas desnudas pero sin alma. Me harta la porno. Otro trago. ¡Santo Dios, que frío! Otra vez ese resplandor y la sensación filosa en la garganta. Quisiera dormirme de una vez por todas y para siempre. Ya son las tres de la tarde y esta angustia me corroe el alma. No tengo medicamentos, y el vino se me ha acabado. Esta condenada casa está helada. Estoy desesperado y me repito, sin parar, que yo no me maté. Yo -no –me- m