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Mostrando entradas de diciembre 19, 2008

La última de las maguferías

" Y el cielo se apartó como un libro que es envuelto y todo monte y las islas fueron movidas de sus lugares" (Ap. 6: 14) En la mañana del día veintidós de diciembre del año 2012, en la playa Los machos de Ceiba, se verá bajar del cielo a un coquí dorado, grande como una cancha de tenis y con alas irisadas de multiples colores .Y cuando el coquí toque el suelo, levantará un remolino que limpiará la playa de cigarrillos, latas, envolturas de comida, chapitas, sorbetos, vasos plásticos, botellas, pañales y condones usados. Una vez en tierra firme, cerrará los ojos y comenzará a cantar: “CO QUI, CO QUI, CO QUI...” Las ondas de su canto se expanderán por todos los confines del mundo.El cielo se tornará rosado, la luna se partirá en dos y como si fuera una piñata, dejará caer desde lo infinito caballitos de carrusel, mariposas gigantes, maraquitas de bebé, caballitos San Pedro, maryjanes, piloncitos, vaquitas lecheras, gofios, besitos de coco, blonis, mampostiales, lluvia de horch

EL CUENTOPOLITANO

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“Leer literatura ya me duele un poco.” Llevaba casi dos años en la ciudad de Cuentópolis, cuando un desaliento le mordió el corazón. Se le había escapado un cuento. Queriendo atraparlo, el novel cuentista fue atrapado. No escarmentó. El amante de los microrrelatos se pasó la vida buscando cuentos perdidos, fundando foros, juntando a los dispersos cuentistas y arriesgando el corazón y todo lo demás en el oficio de escribir lo que desescribía. Creciéndose en el castigo, atravesó el tiempo de los grupos de escritura creativa virtual y los años de la soledad , y atravesó también las infamias, las traiciones y las intolerancias. Creía en lo que creía contra toda evidencia, y así fue, siguió siendo iluso microcuentista , hasta el fin de sus días. Éramos muchos. Estábamos esperando en el pórtico de la ciudad de Cuentópolis. El cuentista iba ser enterrado en el dominio punto com que se alza sobre la playa de la imaginación. Llevábamos allí un largo rato, aquel lunes apático y de mucho sol, cua

El final es el cuento*

“Si pudiera describir la tristeza, me conocerías. Estoy atrapado en este papel blanco. Una simple caricia de tus dedos me bastaría para ser libre.” Inténtalo de esta forma, vuélcate en letras con la imagen de una hoja que cae, que siente el aire acariciar sus bordes y la certeza del impacto final contra el suelo. Mírame. Él tiró una frase sobre la hoja y ella la siguió. No es fácil escribir un cuento de a dos, ataré mi paciencia con siete nudos, para que no se me vuele. Así somos las mujeres de Aries, puro impulso de fuego. “Te miro. ¿Acaso no te has dado cuenta de que te hablo con mis ojos? Siente el poder de ellos al traspasar tu alma. Ignórame, deja que venga a ti. No te apresures. Sabes que vengo de ti, de una región muy adentro de tu corazón. Soy la máscara de tu teatro. Tu alegría opuesta. ¿Qué no ves en mis ojos lágrimas? Descuida. ¿Qué es una lágrima? Un poco decir adiós a lo que tus ojos vieron...” Hoy volvió a sentarse frente a las hojas de papel y deseó que las le

Un caso transmutable

A la muerta se la llevan cubierta con una sábana. Un fotógrafo, del periódico El Grito, se la quita, “es mi trabajo”, dice con orgullo. El cuerpo se ve muy lívido con un par de arañazos en las piernas. El espejo del mueble tocador está roto con una resquebradura en forma de equis. Una amapola amarilla reluce con sus pétalos abiertos. Un grupo de policías inspecciona y rebusca por todas las esquinas del apartamento de la occisa. La vecina, de algunos cuarenta y tantos años, es interrogada por el detective; se mueve nerviosa en la silla y ante la mirada incesante del investigador comienza a hablar… –Yo no sé nada, no vi nada y ni escuché nada. Siempre la veía de lejitos en algunos ratos, y mire que era loca, porque se reía sola, como las locas saben hacerlo, pero daba miedo. Imagínense una mujer de esa calaña, solitaria ahí, y yo que tengo dos niñas adolescentes,¡ Jesús, María y José!, ni me acercaba para allá. Bueno, todos por aquí en el barrio le llamaban la gata ya que tenía la mira

Accidente o lección del azote gris en un día cualquiera

Es un día cualquiera en una de esas tantas ciudades arremolinadas. Un autobús se estaciona frente a un hospicio para ancianos a las ocho menos cuarto de una mañana azul de verano; tiempo de calor y diversión para algunos, pero para otros, abandono y soledad. El chofer, un hombre joven y robusto, se baja, saca un cigarrillo, lo enciende y con cierto aire de desdén espera a que los pasajeros salgan del edificio. Luego agarra su celular y se pone a hablar, tal vez con un amigo. Lleva una semana en ese trabajo y lo detesta. Se le había asignado recoger a varios ancianos, la mayoría jubilados entre sesenta y cinco y noventa años. No era el empleo que buscaba, pero iban a pagarle muy bien. “Qué mierda, al menos hoy es el último día y ya no tendré que soportar más a estos decrépitos”, piensa, mientras se peina y se mira en el cristal de la ventana. Los viejos, y alguno que otro no tan añoso, salen en fila del asilo. Caminan despacio por la acera rodeada de canarios amarillos. El joven c