Un caso transmutable

A la muerta se la llevan cubierta con una sábana. Un fotógrafo, del periódico El Grito, se la quita, “es mi trabajo”, dice con orgullo. El cuerpo se ve muy lívido con un par de arañazos en las piernas. El espejo del mueble tocador está roto con una resquebradura en forma de equis. Una amapola amarilla reluce con sus pétalos abiertos.
Un grupo de policías inspecciona y rebusca por todas las esquinas del apartamento de la occisa. La vecina, de algunos cuarenta y tantos años, es interrogada por el detective; se mueve nerviosa en la silla y ante la mirada incesante del investigador comienza a hablar…
–Yo no sé nada, no vi nada y ni escuché nada. Siempre la veía de lejitos en algunos ratos, y mire que era loca, porque se reía sola, como las locas saben hacerlo, pero daba miedo. Imagínense una mujer de esa calaña, solitaria ahí, y yo que tengo dos niñas adolescentes,¡ Jesús, María y José!, ni me acercaba para allá. Bueno, todos por aquí en el barrio le llamaban la gata ya que tenía la mirada como la de los gatos. Ay, que era rara esa tipa, que un día la visité para pedirle por favor me prestara unas tijeras y vi que tenía unos enormes espejos en todas las paredes de el apartamento y nunca se ponía vieja, siempre con aspecto jovencita, como una misma bruja, Dios me perdone, porque una no sabe, pero dicen los muchachos que se metía por los espejos como si fueran de agua, y que al momentito reaparecía más lozana de lo que entró. A mí qué me importa, que sé yo, pero creo que esa señora no era normal. Pasaba por ahí con una sonrisa estúpida en sus labios como una retrasada, con su pelo cortito y una flor en su oreja; y mire que hay que darle crédito, pues nunca molestó a nadie, ni hacía ruidos, ni nada de eso; sola y cantando como si maullara igual que una gata en celo. Mi gato al escucharla se fue de la casa y todavía no ha regresado. Nunca noté hombre alguno entrar en su apartamento, hasta que un domingo por la mañana, cuando me dirigía para la iglesia, hace como dos semanas, si bien recuerdo, vi pasar a un muchacho alto, de pelo corto y rubio, bastante guapo, con una flor amarilla en sus manos…creo que era algo menor que ella, pero nunca me fijé si había entrado o salido… ¡Ay, Dios Santo!
–Cálmese señora, por favor. Dígame, ¿ha visto de nuevo a ese joven?
–No, no lo he vuelto a ver.
Para el investigador, otro caso, para la señora y los inquilinos del edificio, una historia más que contar, y para el joven alto, de pelo rubio, la experiencia más horrible de su vida, pues sin saber por qué, cómo y cuándo, siente que tiene cuatro patas, largos bigotes y tiembla dentro de un cuerpo peludo y amarillo, con los ojos desorbitados, latente debajo de la cama.
A tres millas de distancia, en un motel, un enigmático caballero de modales amanerados se registra por una noche y firma el libro de registro con tan sólo una equis.
Héctor Luis Rivero López-2008

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